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La memoria, esa forma de la ficción

'Sábado, domingo', de Ray Loriga, sello Alfaguara.

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La memoria, esa forma de la ficción

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A Ray Loriga se le fruncen los labios cuando recuerda aquel día junto a su abuela, rendida en la cama de un hospital. Recuerda que tenía casi 100 años y una lucidez casi impecable. Recuerda sobre todo el tono de incredulidad con el que la anciana, a su vez, se recordó a sí misma de pequeña. Cuando vivía en Jaca. Un enclave de alta montaña en la provincia de Huesca en el que una estación de esquí y un palacio de hielo eran todo.

“Lo recuerdo claramente: yo era una niña y toda mi ilusión, como nunca tenía dinero, era ir al palacio de hielo a patinar. Un día me encontré una moneda, fui, me puse los patines y me caí, no conseguí patinar”, le contó. Lo que le contaba era lo de menos.

Lo que a Ray Loriga le cambió para siempre la perspectiva de la vida fue la imagen terrorífica –así la llama– de aquel relato, involuntariamente heideggeriano, en el que ser y tiempo, ser ahí, ser para la muerte, se desocultaban ante sus ojos mientras su abuela revelaba, más para sí que para su nieto: “Ese recuerdo de niña lo tengo aquí, y me estoy muriendo. Ya está, ya se ha acabado. Y lo de enmedio, se pasó así: ¡psht!”.

'Sábado, domingo', de Ray Loriga, sello Alfaguara.| Especial

Ray Loriga explica así, en parte, su preocupación por explorar la memoria, un tema recurrente en su literatura. La futurista Tokio ya no nos quiere (2015), por ejemplo, trata de un dealer que comercia con una droga para erosionar la memoria y olvidar sucesos de manera selectiva.

En su más reciente novela, Sábado, domingo (Alfaguara), el olvido, ese imperativo de la supervivencia humana, emerge hacia la inestable superficie de los recuerdos para narrar una historia, una sola que no es nunca la misma, porque sucede en momentos distantes en el tiempo y ante distintos ojos.

El argumento: un adolescente cuenta un suceso oscuro que le ocurrió un sábado del verano anterior, tan oscuro que preferirá no recordarlo. La llegada del domingo, 25 años después, lo encara de vuelta a ese pasado, necesariamente distinto a lo que él mismo se narró de joven.

¿La memoria es una ficción? El escritor responde: “Es un aliado poco fiable. Uno piensa construir las cosas según suceden, como las recuerda; luego te das cuenta de que es una estructura imprecisa: la impregnación de los acontecimientos por las emociones que producen ya es subjetiva, relativa, va matizando, seleccionando”.

En la realidad –como en su novela– sucede lo mismo que en la película Rashomon, de Akira Kurosawa, observa: un mismo suceso es narrado por ocho testigos –incluido el muerto, que habla a través de una médium–, y cada uno ofrece una versión distinta de lo sucedido.

“Por eso me interesa tanto este tema dentro de la novela, porque soy un escritor de ficción y me interesa indagar qué parte de la realidad hay en la realidad”. Y lo que hay de real en eso que se llama realidad es –dice– sólo perspectiva.

“Pasa un poco como con Gulliver, que es el mismo individuo: ni es enano ni es gigante, lo que cambia son los demás; él es igual siempre, pero los parámetros son variables”.

Además el paso del tiempo –que es de lo que versa Sábado, domingo– es un transformador de la memoria.

“Los recuerdos cambian, la necesidad de los recuerdos también cambia, su utilidad; se pueden convertir en apoyos emocionales o en condenas, rencores… Todo este territorio tiene mucho que ver con la literatura misma, con una idea de contar. Uno cuenta lo que cree que sucedió; es siempre una recomposición”, considera Loriga.

Y advierte: “Uno puede quedarse mirando 100 años seguidos el impacto del mar contra una roca, y no vería el efecto; necesitas dejar de verla esos 100 años para notarlo”.

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